-en barcelona, instagram de òscar solsona-
...que nos vamos encarna y yo a madrid el viernes a
presentar prótesis, de la mano de nuestro querido víktor gómez. que echaré de menos a òscar y
a mariano que hicieron también el libro (y a fabi). será en arrebato,
calle la palma, en el corazón de malasaña. conoceré a julio obeso y a
ricardo pochtar, compañeros de mesa. a cecilia quílez los soperos la conocimos
en valencia. igual se pasa iván carabaño -doctor sopero- y creo que estará el gran javier gm; amigos que no conozco y
mis hermanos, también. una ocasión especial de sacar el libro
afuera, adonde tiene que estar, hablando a otros, tarareando su canción.
gracias a todos.
gracias a todos.
pepe
La edad frágil (prólogo de Mariel Manrique)
Nunca vi a Pepe Maiques, excepto
durante la violenta y brevísima noche en la que definitivamente dejé de ser
niña y mujer y criatura humana. Los ojos dicen que esa noche fue suave y los
calendarios dicen que fue larga. Pero esa noche mis ojos se astillaron y se
hizo pedazos la cronología. Yo tenía la cabeza debajo del agua (“agua que
late/encima/pesa y está”) y el cuerpo ovillado en un ángulo de la piscina
estrecha e inmóvil en la que se había convertido el mundo. Mi mundo había sido
una casa. Mi cuerpo ya no sostenía mi cabeza y mi cerebro se soltaba como una
flor o un perro o una lengua herida de bala por segunda vez. La primera vez
enseña los recursos de la supervivencia. La segunda, sus dientes afilados y el
carácter absurdo de los deberes cívicos. La noche en la que vi a Pepe Maiques fue
una noche rarísima en la que no hacía pie.
Entonces sus poemas vinieron
hacia mí bajo el agua, enviados por los animales y las piedras, agitándose como
cintas hechas de mínimas cosas. Las grandes cosas no nos han servido para nada
y para ver las mínimas cosas que Pepe Maiques recogió y trenzó en cintas
temblorosas y certeras no me hubieran servido los ojos que ya no tenía. La
sintaxis de estas cintas está quebrada y su música solo puede ser leída desde los
restos de lo que fue mi casa y el interior arrasado y persistente de lo que
alguna vez supuse que era mi cuerpo joven.
Dado que Pepe Maiques no mueve la
lengua ni empuja la mano cuando trenza, dado que escribe para dar un sitio a lo
que no puede nombrarse y que al fundar ese sitio espontáneamente se inclina y
se derrama al escribir, todo lo que resiste dentro de mí trazó círculos
sedientos en el agua que lo aprisionaba, para beberse el vocabulario
indispensable que estos poemas donaban como agua para leer. Leer con los
tendones y las vértebras, los huesos y las venas, convertidos en papel secante,
tendidos y rendidos boca abajo.
Así leo a Pepe Maiques, cuya
escritura no tiene dioses ni padres ni manuales de estilo. Concentrado como
está en la perplejidad y la materia, no hay institución que pueda clasificarlo
ni autoridades a la altura de su horizontalidad extrema. Voló los pedestales y
las nomenclaturas, los párpados de cemento que nos sujetan para mirar sin ver.
Sujetó lo que yo quise, con todas mis fuerzas quise, que no se volara. Me
sujetó durante el tiempo encarnizado que vino a durar una noche entera (“una
tarde sin ventanas”), sin techo que refugie, credenciales de buena conducta y
promesas de buena salud. Me envolvió y suturó la carne seccionada. Me hizo
finísima como un sobre, despojándome de excesos y de sobras, poniendo a
estremecer mis terminales nerviosas.
Supo que, de un modo u otro,
todos hemos ardido antes de cruzar el desierto (ya llegamos “ardidos sin
cruzarlo”) y que los ganchos metálicos se especializan y se entrenan en rasgar
la carne. Sus poemas no son máquinas de signos ni trabajos de orfebrería: son cintas,
ya lo he dicho. De imágenes que tu mano podría asir, podría tocar declarándose
ciega y por ende sabia hasta enamorarse. Hay texturas, pelajes, superficies y
temperaturas, hay interiores domésticos en los que se gestan los desastres,
infecciones que arden como el carbón y hebras de paraíso donde puede buscar
asilo el córtex de los desesperados.
Es posible que Pepe Maiques haya
asestado el golpe de gracia a mi proceso finalmente voluntario de decapitación,
para calzarme sobre el cuello su proyector de imágenes. Que me haya concedido
duración y movimiento, a mí, la nadadora en estado de parálisis. Porque al
leerlo el terror comenzó a ceder, al sentirme enhebrada con sus recortes, su
selección de ministerios naturales, sus fragmentos potentes y sin pulir de vida
puesta al límite de su cornisa, donde caben “el polen y la hidráulica”.
“Cualquier barrio decrépito es el
mundo”, los parajes de los desventurados rozados en el tajo y besados en su
cicatriz son el territorio de esta Prótesis
que recorro como un evangelio delicado de los suburbios, iracundo frente al que
clava al débil a la cruz y establece “luces de posición/inalcanzables/margen/estrecho/para
los perdidos”.
Una prótesis es por definición un
elemento extraño. Nada tan radicalmente ajeno como una prótesis, tan distinto y
tan mudo en su puñado de materiales extranjeros. Una inmigrante en nuestra
anatomía, un injerto y una interferencia. Pero si cedo, me entrego y me
desarmo, la prótesis es entonces la figura que completa mi hueco, un
instrumento abierto a la reconciliación, otro cuerpo que lame mis bordes, tal como
el mío deberá lamer, como un objeto de devoción y amparo, esos bordes suyos,
hasta abolir el latigazo de la diferencia.
Este es el único oficio
reivindicado en los poemas de Pepe Maiques, de cuya lectura emergí tatuada. La
prótesis no es un solo un diseño de la ortopedia mecánica y mucho menos un
salvoconducto de la ortopedia emocional. La prótesis es la constatación
irrevocable de la brutal extranjería de todo aquello que no sea dolor, incisión
y experiencia del trauma, en nuestro territorio íntimo. Las soledades no se
suman, no se comparten, no logran traducirse a un idioma homogéneo y estable.
Sin embargo, un hombre armado de “pinzas, cordones y cables” sabe acercar, al
máximo grado de proximidad posible, los cuerpos partidos y las prótesis que
asumen, en la hora del vértigo, múltiples formas. Sabe ejecutar el oficio de la
aproximación, que ahora deslumbra a la criatura sin género y sin ley que le
cedió al terror sus continentes de distancia.
“Estoy aquí, estoy cerca”,
susurra Pepe Maiques. “A mí también me duele, a mí también”. Sobre la herida
extiendo sus poemas y asomo la cabeza en pleno fuego cruzado, porque esta es
aún la noche en la que nos movemos, esta es aún la interminable edad frágil.
Mis extremidades ya no están ateridas ni aterradas, algo debe imponerse a este
silencio, algo como un viento que agite las cintas nacidas para ser poemas, que
las agite como sábanas gastadas colgadas en un balcón donde alguien ama a una
mujer o a un hijo mientras suena un viejo disco de jazz y el hombre bueno, que
es por una excepcional vez, un hombre poeta, se pierde calle abajo en una
bicicleta, para desaprenderme y desandarme y para reconocerse, en la vibración
de ese viento que nos golpea a los dos, un hermano.
Un libro así debería quedar al
final de esta noche, si es que esta noche acaba. Cuando se incendien todas las
bibliotecas mansas y serviles, se blinde la madera de los árboles frente a la
industria de la palabra estéril y ya no quede nada y no importe en absoluto que
nada quede, excepto la huella de una prótesis que alguien talló como una cuna
para nosotros tan pequeños, tan educados para mirar hacia la altura, tan
náufragos.
2 comentarios:
qué fantástico, pepe!!!
nuestra mariel se pasó, su fué a otro lugar que sólo un animal tan hermoso como ella puede husmear, reconocer.
abrazacos(y beaocup dû merde con el pájaro, volará a tope!)
hasta prontico.
pepe
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