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lunes, 30 de enero de 2012

reseña de laia lópez manrique

“Prótesis”, de Pepe Maiques
Prótesis. Pepe Maiques
Ilustraciones de Òscar Solsona
Prólogo de Mariel Manrique
Rúbrica Editorial (El Prat de Llobregat, 2011)


"desde aquí puede oírse
cómo palpita la boca turbia del poema
la lengua calcinada de la tierra que habla”. 
Pepe Maiques



Hay libros que se miden y casi se sumergen en la intensidad de la cita que les ha elegido. Este es, a mi modo de ver, el caso de Prótesis, de Pepe Maiques (Valencia, 1955), que se abre con unos versos del poema “Musée des beaux-arts”, de Wystan Hugh Auden: “con qué serenidad / todo parece lejos del desastre”. En el poema de Auden, la referencia que desata los versos es el cuadro de Brueghel el Viejo llamado La caída de Ícaro, donde se representa un paisaje aparentemente tranquilo, cotidiano: a lo alto de un acantilado un campesino labra la tierra, un pastor cuida del ganado y un pescador tiende redes en el agua. Un barco navega cerca de la costa y a lo lejos se divisa una ciudad, recortada contra el color verdoso de las aguas y el amarillo del cielo abrasador y cautivo. Pero hay un pequeño detalle, un detalle que podría pasar desapercibido a un observador poco atento: unas piernas que se zambullen en el mar y un revuelo de plumas alrededor, las plumas de Ícaro,  quemado por el sol en su acto de hybris.    
                                                                
                                                                                                                                                                            
                                                           
El poema de Auden insiste en el  modo en que el desastre es engullido por ese transcurso cíclico de la vida, por ese devenir sin sobresalto, y se pregunta acerca de la posibilidad de que Ícaro haya sido contemplado por alguien más que por el pintor en su caída sin que eso (el hecho trágico, pero en cierto sentido también imposible) modifique en nada el curso de los acontecimientos. La caída de Ícaro no cambia el destino del barco, que “siguió navegando en calma”, ni el trabajo paciente del labrador, pero sí cambia la mirada de quien observa el cuadro, que superpuesta a la memoria del ahogado  reinterpreta toda la visión.

Los versos de Auden, la pintura de Brueghel, parecen estaciones providenciales para lo que será el cauce de la palabra y el imaginario de este librito pequeño, fecundo, ligeramente aterido, tanto en el nivel de la voz poética (donde la serenidad camina) como en el nivel temático (la in-apariencia del desastre, íntimo a la vez que colectivo).
Serenidad
A veces sorprende leer voces que no violentan, que no fuerzan, no constriñen. Y eso ocurre con la voz de Pepe Maiques. La voz de Pepe simplemente discurre, como discurre la vida en la pintura de Brueghel el Viejo, nombrando los residuos a través de los cuales se dejan ver los pies contraídos del ahogado. Lo mismo que hace en el blog de Sopa de Poetes, donde agrupa continuamente trazos y enlaces, hace en su poesía: bascula elementos, los aúna. Pepe deambula como un clochard, recoge, amontona cuerpos híbridos, actúa como un recolector de restos perdidos que forman un mundo de sintaxis rota y acariciante. A una cierta distancia veríamos ese mundo-lenguaje de Pepe Maiques como un paisaje fascinante, hecho de arena, hierbas, yeso, metal, tiza, limaduras, rastros  animales de lata, gestos comunes y una luz parda como la que se entrevé por una (cualquier) ventana. Un paisaje que se convierte en una ventana, en el andamio que hay más allá de esa ventana y que construye con su presencia limítrofe la geografía imprecisa, siempre mudable, de lo que ocurre tras ella.
De este paisaje construido por Pepe Maiques, a un tiempo nos queda lo férreo (ese cuerpo extranjero que interviene en el propio cuerpo y que encuentra su correlato en los paisajes fríos, metálicos de la calle) y la suavidad de la palabra. Nos queda un libro que nos habla desde el cuerpo y que se lee, como apunta Mariel Manrique en el excelente prólogo que ha escrito, con las vértebras y los tendones. Porque en este planteamiento de la poesía como ejercicio de recolección-composición queda, sin duda, interrogado también el espacio que ocupa el lector. Prótesis no es un libro sencillo de leer, al menos a simple vista. Un libro que está escrito desde la errancia de la lengua y de la mirada (trashumar y organizar, que decía Pasolini), desde el gesto de las manos que atesoran, no puede leerse sino desde el mismo cuerpo atónito y sus múltiples localizaciones. Es preciso que así sea cuando la lengua es a la vez tan concreta y tan abstracta en la forma: hemos de leer hurgando en nuestras propias sensaciones, insertando en nosotros el texto, acercándonos y también alejándonos en lo posible del condicionamiento previo, la carga pesada y fósil de la tradición poética. Pues como también dice Mariel en una frase cuya simplicidad es capaz de tumbarnos, “las grandes cosas no nos han servido para nada”. Las grandes cosas, los colosos patriarcales e ideológicos, las enormes palabras de la tradición poético-metafísica han deslizado nuestra experiencia, la han condicionado. Uno se da cuenta de ello cuando se disloca, cuando se deshace y en ese deshacerse la ficción de lo sólido termina. Ahora solo podemos asomarnos a  lo que queda de esa tradición y preguntarnos cómo aprender a hablar sin ella, concentrándonos en ese mundo mínimo: las astillas de la materia en ruina, las alas requemadas de Ícaro que aún no han acabado de caer al agua, sus piernas que se sacuden y dejan esbozado el indicio de una vida.
                                                           

Los espacios del desastre

La poesía de Pepe Maiques se esfuerza por declinar el adentro, siempre tan indecible. Declina el adentro en su frontera con la exterioridad de un mundo violento y asfixiante. Queda entre las palabras la posibilidad y el síntoma del adentro: como decía el filósofo Jean-Luc Nancy en su libro A la escucha, es precisamente en el sentido del oído (aquí, en la música quebrada de la lengua poética) donde se fragua el cruce entre el adentro y el afuera.

En el adentro crece el tumulto del dolor y en la escucha de los versos de Pepe, esa manera de no nombrarlo, de conjurarlo, de carcomerlo volviéndolo minúsculo, insondable. El dolor de quien ha ardido, como Ícaro (y no es extraño que “arder” sea un verbo que aparece en más de una ocasión en los poemas), el dolor que en lo externo se revive como imposición y caída.

Y el desastre íntimo es también transitado por el desastre colectivo. El espacio del desastre colectivo en el libro de Pepe Maiques está regido por la imagen del desierto:  lo que hay afuera, un desierto reglamentario donde los hombres esperan (“esperar cabe en el desierto”) y caminan en orden estricto “como el ganado”, el desierto cruzado e interiorizado-como en el famoso verso de Valente- por la voz empecinada del poeta que se llama a sí mismo “animal fatigado contra el muro”. Es nuestro mundo pre-apocalíptico (o que se nos vende como tal), donde se concentran multitudes de ahogados anónimos “que llegan huecos y ya no tiemblan nunca”, lejanos ya de la mitología y del empeño en volar hacia el sol y apenas sujetados por el esfuerzo de alcanzar la próxima orilla.

¿Puede la poesía tener también ese sentido, en la maceración de una voz que no se precipita ni canta? ¿Puede servir la poesía para alcanzar una orilla, para trepar costosamente por los cantiles? Deberíamos preguntárnoslo tal vez de otro modo: ¿para qué escribir, pues, ahora, poesía? Alguien podría decirnos: para huir. ¿Pero nos sirve la falsa sacralidad de lo que escapa o de lo que salva? Es probable que esta pregunta no pueda responderse más que con numerosas preguntas derivadas, y que escribir no sea más que interrogarse constantemente acerca de por qué se escribe.

Hablando del libro de Pepe Maiques podemos decir que él escribe para escindir la realidad y el hueso-carne que la atraviesa. Que escribe para arquear, así, la herida. Cada palabra de esta frase importa. Cada una de ellas. Hay que ver ese movimiento en los poemas de Pepe, en cada poema. De qué modo cada uno de ellos muestra la herida del cuerpo y la hace visible, de qué modo en cada poema cobra un viraje y una forma distintas. Todos los poemas de este libro son intentos de alcanzar la costa, son el movimiento de las piernas de los ahogados a pesar de la indiferencia del barco, de la pastosa y salubre inadvertencia de los hombres que trabajan en el acantilado. Tal vez el poema no llegue nunca a tomar la tierra, pero existirá, en su silenciosa agitación, una mirada que sí recoja el acontecer del desastre y su lenta condensación en el suelo que pisamos y nos sostiene.

Laia López Manrique
www.palidofuego.wordpress.com

4 comentarios:

òscar dijo...

ole laia y ole pepe!!!

soperos dijo...

fuá! qué arte tiene la chica!

pepe

Olga Bernad dijo...

¡Y qué arte tienes tú!
Enhorabuena.

soperos dijo...

muchas gracias, olga!

un abrazo,
pepe

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