Llegará un día, más tarde o más temprano, en el que habrá una sublevación general y probablemente victoriosa contra la tiranía de lo nuevo, contra la coacción y la angustia de no quedarse atrás, de estar al tanto de las propuestas rompedoras, de las últimas tendencias, de lo nunca visto. Los curators estrellas se verán forzados por la necesidad a implorar trabajo como bedeles en renacidas academias de dibujo artístico o como guías de turismo. Algunos, los más avispados, seguirán organizando bienales en apartados municipios, pero se habrán cambiado el nombre para eludir el oprobio, y en las reuniones de padres de la escuela de sus hijos dirán que se dedican a algún trabajo honrado. En los centros innumerables de arte contemporáneo de las comunidades autónomas españolas se instalarán salones de bingo o museos de aperos de labranza y trajes regionales. Los críticos de arte ahora más punteros se apuntarán a cursillos de reeducación en los que irán aprendiendo, muy poco a poco, muy dolorosamente, a expresarse por escrito de manera inteligible. Tiendas de lienzos y de materiales artísticos, ahora sumidas en una penumbra en la que dependientes solitarios se sacuden tristemente las telarañas y el polvo de los mandiles grises, revivirán con la venta masiva de caballetes y paletas de pintor. Como siempre pasa en las revoluciones y en las contrarrevoluciones, se cometerán excesos: la Tate Modern y el MoMA compartirán una gran retrospectiva con las creaciones ceráminas más sobresalientes de la casa Lladró; los pintores se harán fotografiar delante de sus caballetes, con boina y perilla, sosteniendo la paleta, vestidos con anchos blusones...
Antonio Muñoz Molina, Escenas de Museo, El País 11/10/ 08
pepe
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