
El viejo enano, dejando huérfana a la infecta prole, se fue pudriendo en el hediente caldo de sus jugos, en la viscosidad pululante y larvaria de su bilis, a hervor controlado por la ignición interna de las heces, en los instantes de mejoría aliviado por bisturí que guían de consuno la codicia y torpeza. Expulsando guijarros de sangre por el ano, por la boca sapos huyendo de la baba enana, el enano eterno, que no vería más luz que la siniestra, parece que sentía el terror de los suyos morderle las mucosas, mientras equivocaba la esperanza con esputos y éstos con las rapiñas que la mujer (nunca suya) ensacaba, encamionaba, encolchonaba, transfería en las alfombras de nudo enrrolladas, tejidas con las flemas de los ajusticiados. Sin tregua, a estertores, así fué comprendiendo en la agonía los peros de la longevidad, las sorpresivas fallas de la inmortalidad en intervalos tétricos -como fuera su vida- soñando aún en matar, en torturar, cazando hombres, peces, perdices, persiguiendo el pavor, placer único del que gozó viviendo. Alguna última tarde y según susurraron los que, con su temblor, creían espantar a La que no llegaba, el coriáceo asesino sollozaba, apiadado de su corta existencia, lamentando no haber gaseado en los dorados días, los millones que el otro. Mejillas áridas, enloquecidas manos, falos encogidos, incontenibles muecas de los herederos constituyeron su mortaja; y en la magnificencia de la fosa -juguete preferido de los que a si mismo se regaló el austero-, un beso acre del ángel de su guardia sobre la nunca besada frente, sobre la frente enana, tan cercana a la tierra que nalgas parecía(entre las que tantos lamieron), nueva vida le dió. Entonces descubrió que había olvidado hacerse acompañar por quienes nunca dejaron de pesar en su conciencia estricta como inmensa era la tumba. Y, al fin, harta aún más que compasiva, la Hedionda, quizás agradecida a los tributos de su mejor cliente le convirtió en reliquia, una más entre tantas. Sí, fueron días hermosos, muy hermosos, breves, como siempre es la dicha en este mundo, fugaces, como siempre son los estertores del tirano, dichosos, muy dichosos, para el que largamente su vida dedicó a la abyección y el odio.
Juan García Hortelano, Elegía
pepe

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